(Basado en varios casos de la vida real)
El viajero venezolano tiene muchas particularidades que quisiera atribuir a la complicada situación que vivimos, y en la que no vamos a ahondar en este artículo, pero que, en realidad, se remontan a tiempos mejores y más sencillos. Este personaje llega a Maiquetía con siete horas de anticipación, porque "la tía Conchita me dijo que su amiga Teresa llegó el otro día cinco horas antes y no pudo montarse en el avión", a pesar de que el día anterior le dijeron en la línea aérea que con tres horas, cuatro máximo, de anticipación bastaba, ya que el chequeo abría tres horas antes del vuelo. Es de madrugada y nuestro viajero se hace (y publica inmediatamente, porque ¿existe una foto si no las publicado?) la foto de rigor de sus pies contra el mural de Cruz Diez. Enseguida comienzan a llegarle los comentarios de sus madrugadores amigos virtuales felicitándolo porque se va del país y él corre a aclarar que solo se va "unos diìtas a Miami", mientras plastifica sus maletas. Faltando cinco horas para el vuelo, se forma la cola esperando el chequeo, en la que los pasajeros se dedican a analizar detalladamente la situación política del país.
Una vez concluido el chequeo, y habiendo pasado inmigración, llega el momento de embarcar. A pesar de que el número de grupo para abordar aparece cada vez más grande en el boarding pass, basta con que los agentes digan “Buenos días” por el micrófono, para que los 160 pasajeros hagan una cola dispuestos a entrar enseguida. No importa cuántas veces se diga que solo están saludando, que abordarán por grupo, que primero van las personas en silla de ruedas, que los pasajeros en cabina ejecutiva abordan antes, que por favor esperen sentados, siempre habrá más de un pasajero que necesite entrar al avión antes que los demás. Al tomar asiento, llega la difícil misión de los sobrecargos de hacer que los pasajeros apaguen sus celulares. Por más indicaciones que se den, no falta aquél que no deja de hablar hasta que prácticamente el avión está despegando. Normalmente, estas conversaciones son para hacerle saber al resto de los pasajeros el motivo de su viaje y lo importante que es la persona al no poder permitirse estar desconectada ni siquiera las tres horas de su vuelo. Ese mismo personaje es el mismo que, al momento en que las ruedas del avión tocan de nuevo la pista, llama para indicar que ya llegó y que le avisen a su chofer que lo espere a la salida de inmigración, porque no puede permitirse perder ni un solo minuto.
No han pasado ni tres minutos del despegue cuando la primera persona se levanta para ir al baño, a pesar de la insistencia de la tripulación para que permanezca sentada. El por qué la persona no pudo ir al baño en las siete horas que estuvo en el aeropuerto esperando la salida del vuelo es un misterio. El desfile al baño continúa a pesar de que el capitán indica que mantendrá el aviso de cinturones de seguridad encendido por unos minutos más, ya que están pasando por una zona de turbulencias y que es importante que todos permanezcan sentados. Una de las pasajeras se pinta las uñas, mientras que otra, en espera de que sirvan la merienda, desinfecta su mesa rociándole un carísimo perfume de Carolina Herrera, demostrando no tener ningún interés en la capacidad respiratoria de sus compañeros de viaje.
¡Los pasajeros que no fueron al baño mientras el anuncio de cinturones de seguridad permanecía encendido, deciden hacerlo cuando inicia el servicio de comida, brincando encima de los carritos, o cuando comienza el descenso. Este momento (mientras más cerca esté la pista de aterrizaje, mejor) es también propicio para buscar el bolígrafo en la cartera que está en el compartimiento superior, encaramándose en las sillas para recoger las Sambas que se compraron en el Duty Free y que quedaron dispersas luego de haberse salido de la bolsa durante la turbulencia. Una vez que el avión aterriza, sin que milagrosamente nadie se haya golpeado la cabeza buscando su bolígrafo, entendemos que el concepto de nanosegundo fue acuñado por alguien que midió el tiempo transcurrido entre el apagado del anuncio de cinturones de seguridad y el sonido de 160 cinturones desabrochándose al unísono. Los pasajeros olvidan sus clases de Física de bachillerato, pensando que todos pueden ocupar el estrecho pasillo al mismo tiempo y salir antes que los demás. Finalmente, todos corren para aprovechar al máximo sus días de descanso o negocios.
Es el momento de regresar y nuestro pasajero llega al aeropuerto con dos maletas de 30 kilos cada una, su carry-on, laptop, cartera e, invariablemente, una cobija matrimonial de lana (¿?). Se muestra horrorizado cuando le indican el precio que debe pagar por el sobrepeso y comienza a abrir todas las maletas para pasar cosas de una a otra, mientras le ruega a la persona que lo atiende que no le cobre, que no tiene efectivo, que la tarjeta de Cadivi no le va a pasar y que, por favor, ignore los diez kilos de sobrepeso porque ¿qué son diez kilos para un avión tan grande? Al entender que, si no tiene para pagar, debe dejar buena parte de sus compras o no viajar, el dinero aparece mágicamente y chequea sus dos maletas. Luego de pasar seguridad, se detiene en el Duty Free donde compra 4 bolsas de artículos de primera necesidad (generalmente, whisky y chocolates). En la puerta, los agentes anuncian que el equipaje permitido para llevar en la cabina son solo dos piezas, es decir, que las bolsas del Duty Free, la cobija matrimonial y la laptop deben repartirse entre el carry–on y la cartera, ya llenos de las cosas que se quitaron de las otras maletas. Al ser esto misión imposible, el viajero intenta pasar al avión esperando que los agentes de la puerta no se den cuenta, cosa que, por supuesto, no sucede. El agente le indica al pasajero que tendrá que chequear, al menos, la maleta y la cobija, mientras que el pasajero le dice desesperado que es imposible porque allí (no especifica si en la maleta o en la cobija) tiene documentos muy importantes y que debe salir corriendo al aterrizar, porque (¡sorpresa!) tiene una cita muy importante y no puede perder tiempo esperando las maletas. Haciendo el cuento corto, finalmente se chequean la maleta y la cobija.
El vuelo transcurre más o menos como el de ida, pero al aterrizar presenciamos un milagro digno de Jesús de Nazaret: de las 20 personas que pidieron silla de ruedas para abordar el avión, solo 3 la necesitan para salir, dejando vestido y alborotado al personal que los espera a la salida del avión. El hecho de que al estar en silla de ruedas, la persona pueda entrar al avión antes que el resto de los pasajeros y, por lo tanto, se evite la mortificación de ubicar las maletas, no tiene nada que ver con tal milagro; es, simplemente, la alegría de volver al país.