“Esta hormona (la adrenocorticotropa) genera toda una transformación del organismo, el cual se encuentra en estado de alerta total: se produce taquicardia, se dilatan las pupilas, se reduce el nivel de saliva en la boca secándola, se estrechan los vasos sanguíneos, se paraliza la actividad del estómago y se contiene la actividad digestiva, se estrechan las arterias, la presión sanguínea aumenta, baja la temperatura del cuerpo, aparece el sudor frío, se dilatan los bronquios, se acelera la respiración a nivel físico. Esto pasa cuando tenemos miedo a nivel fisiológico”.
Dr. José Manuel Martín (UCV)
Cuando los españoles llegaron a esta costa Caribe, los señores de estas tierras lucharon contra el terror de la conquista, impulsados por el temor de perder lo que conocían en la manera que lo conocían, quizá fue este nuestro primer gran miedo. El siguiente momento de estremecimiento en nuestra región, se generó durante la guerra de independencia: muerte, horror, incertidumbre, y también esperanza, era la orden del día. Estabilizado el país, la dictadura se dedicó a forjar una zozobra que lo asedió con años de terror, para seguidamente lograr instalarse la democracia, con sus momentos oscuros y sus medias tintas, como un dolor intermitente que aqueja pero no mata. Y ahora, llegado el milenio, no es un miedo único, sino la suma de estos, lo que genera una angustia colectiva y soterrada que el venezolano se dedica a sobrellevar pacientemente.
Detenido con grillos en La Rotunda, 1930
El miedo detiene la vida, cambia el ritmo de la ciudad y se adueña de cada esquina. Lo que describe el Dr. Martín en el epígrafe de este escrito, es a lo que se ha habituado el venezolano, convirtiéndose en una sensación rutinaria. El miedo hace que todo cierre temprano, que los jóvenes no puedan estudiar por falta de un transporte que llegue luego de las diez de la noche a su casa, gente que se tira al suelo en un autobús al notar un atisbo de movimiento policial en la vía, aprensión al montarse en una camioneta, sacar un celular en la calle, desasosiego al pensar en tener una familia, un futuro, un sustento propio, sobresalto al cruzar una calle y a su propia gente. Sin embargo, el venezolano se da a la tarea de sobrevivir buscando un modo de enfrentar la situación.
El miedo mismo alienta cierta discriminación que incita a examinar suspicaz y espontáneamente al que nos rodea. Entonces hay un color de piel, un andar, una forma de expresarse, una gorra, un bolsito, una contextura, una cicatriz… el venezolano se ha visto en la obligación de estar alerta ante personas con “cierto perfil”, que se ha arraigado en nuestra mente ante la continuidad de las situaciones que se viven y se cuentan, personas, que muchas veces, no pasan de su propia condición humilde, pero que los emparenta con otros que roban por supuesta necesidad o asesina ante la mínima provocación.
La mendicidad también se ha convertido en herramienta para la amenaza, que condiciona a los habitantes de Caracas a suavizar sus corazones y “aflojar la colaboración” solicitada, bajo excusas como el “entierro de un compañero que tirotearon” o porque simplemente han salido de la cárcel y no poseen dinero; el terror está impreso en cada palabra, en las pausas, la manera de decir y en otro compañero que exige el dinero directamente a cada persona; es una especie de atraco pasivo común desde hace unos años.
Pero lo peor del miedo, más allá de sí mismo, es acostumbrarse a vivir con él. Mirar en todas direcciones antes de cruzar pues los motorizados son dueños de las vías y vidas de los caraqueños. Dejar el trabajo para emprender porque la sensación de desamparo es enorme. Saber que cualquier trámite conllevará la típica “mojada de mano” y que ante la ley todo es solucionado con el clásico “martilleo”, pues vivimos en el país del chanchullo, donde la oportunidad es del vivo y del que “anda en la jugada”.
27 de febrero de 1989
El miedo se convierte en desesperación de estar enfermo y no conseguir medicamentos, los alimentos necesarios para el día a día, las herramientas y materiales para mantener un oficio propio, consternación al toparse cada semana un precio nuevo para un mismo producto, ansiedad ante la posibilidad de quedar tirados en la vía muertos a causa de un robo, miedo a cansarse y salir un día, plantarse en la calle a reclamar y ser tildados de revoltosos, fascistas, apátridas… Miedo a ser venezolanos, quedarse y luchar, para no volver un día del exilio y ver en el horizonte un campo de petróleo infértil, notar que lo único que se logró cultivar fue políticos inútiles y oportunistas, de esos que han sobrado en todas las épocas.
Esta sensación anda en nuestra dermis, escuchémonos, observémonos, quizá no sea la economía siquiera, ni la política, sino la conjunción de los miedos, lo que hará despertarnos en una Venezuela irreconocible, en una patria sitiada por el miedo, que cuando este no sea el que detenga sino el que impulse, arderán sus muros con las puertas cerradas por fuera, a ver si un mañana es posible desde las cenizas.