La rata, al igual que el hombre, no tiene –como otros animales– un hábitat propio.
Se adapta a cualquier ambiente, desierto o pueblo esquimal, barco a la deriva o torre abandonada
Federico Vegas (Arquitecto venezolano)
¿Qué es ser venezolano? Hemos tejido en torno a nosotros una imagen de propaganda: gente chévere, cordial, afable, confianzuda, de fácil conversa, bulliciosos y desordenados; pendencieros pero también capaces de resolver o más bien parapetear cualquier situación; pacientes y dados a que la sangre no llegue al río. Hay una innata facilidad en nosotros, esbozada en el ADN de esta tierra, que nos da la habilidad de tornar un potencial problema en una discusión llena de chistes y alegorías propias o ajenas, a la que medio vagón del metro tratará de ajuntarse.
Pero hemos perdido de vista esta imagen, real o creada; más allá de eso, hemos corrido hacia la lenta extinción de nuestra propia dignidad. Cada vez que un venezolano debe tomar un bus, y me restringiré a lo que puede suceder en Caracas y las zonas aledañas: los usuarios literalmente se matan por subirse, entre codazos, empujones y rasguños, se atropellan embarazadas, discapacitados, ancianos, mujeres, personas con niños. Un grave ejemplo palpable es el ferrocarril que va hacia Los Valles del Tuy: un espectáculo deplorable y deprimente se desarrolla allí cada día, una angustia inexplicable que quizá halla excusas en lo difícil del transporte para las zonas más populares, o simplemente la manía de ser el más vivo y llegar el primero a la cola de la boletería, o poder estar antes en la batalla innecesaria para tomar un asiento a la fuerza; estas, podrían ser las razones que “obligan” a muchos a correr como reses espantadas cada vez que llegan a la Estación de la Rinconada.
Luego está el camionetero, que disfruta en degradar a sus usuarios como perros famélicos, a los cuales lanza pedazos de carne dentro de una jaula y abre dos puertas para disfrutar de la matanza y descontrolar el orden que la cola impone, mientras las bestias no perciben la sonrisa satisfecha del chofer que se regodea en su pequeña isla de poder. El proceso de deshumanización es tal, que el que se niega a unirse a este modo de vida termina rendido ante las circunstancias y la necesidad. No sé si en otras regiones del país el asiento de un autobús vale la dignidad de sus ciudadanos. Y aunque el (des)gobierno, puede sin duda tener su cuota de culpa en esta situación, es irrelevante, porque no debería haber algo más sagrado, valioso, vital y propio que la dignidad que cada uno carga entre sus corotos diarios.
Quizá, no se entienda esto como una pérdida de dignidad sino al contrario, como un acto para defenderla ante la necesidad de sobrevivir. Es desconcertante ver como estudiantes y profesionales se suman a este quehacer, ya no lo ven como algo fuera de lo común sino como la única forma de defender su puesto en la vida. Así, perdemos la capacidad de asombro, no solo ante la simpleza de un hecho como abordar un medio de transporte día tras día de manera violenta, sino también ante la decena de muertos diarios, la centena semanal, los robos fabulosos, los linchamientos escabrosos, la inflación, las peleas en las colas para comprar comida (con tiros, navajas y demás), todo se convierte en una forma de vida, y al contrario de rebelarnos y buscar la manera de romper esos vicios, nos preparamos resignadamente a vivir este país: pegamos nuestras pertenencias al cuerpo y empujamos indetenibles, arrastrados por la turba que busca desesperada un asiento, nos unimos a la cola inacabable por alimentos ya sin siquiera preguntar, caminamos sobre los muertos que escupe esta ciudad día tras día, tenemos un celular extra tipo “perolito” para entregar al malandro de turno en caso de robo, nos mentalizamos para ajusticiar a un ladrón si tenemos la oportunidad, alzamos muros, trincheras, abandonamos plazas, parques, o nos expatriamos indefinidamente. No se puede negar que el venezolano es guerrero para poder afrontar el día a día, pero las guerras se acaban tarde o temprano y hay vencedores y vencidos, deberíamos buscar soluciones ante la resignación para no tener que adaptarnos como las ratas del epígrafe.
El pueblo encontrará que el día que no se abalance ante las puertas del ferro como fieras ante un trozo de carne, ese día cambiarán muchos otros males que cargamos en nuestra consciencia, que nos lleva al mal vivir que hoy nos atosiga. Más que una crisis humanitaria, sufrimos una crisis ciudadana, sin una definición clara de los valores que componen nuestra sociedad, de ese inevitable acuerdo que haría posible la convivencia y la supervivencia de nuestra venezolanidad.