Además de ser una herramienta básica en la comunicación, la palabra, sí, la palabra, eso con lo que hablamos a diario, contiene otros atributos que nos trascienden y con los que la humanidad ha escrito buena parte de su historia, aunque con el trajinar estos atributos parecen haberse ido diluyendo o haber ido pasando a un plano que ya no es reconocido por las mayorías
“Es una persona de palabra”, decían de alguien con una cuantía admirable, que hacía lo que decía, que merecía la confianza y el respeto de los demás, alguien que sabía claramente lo que arriesgaba al dar su palabra en garantía, porque “la palabra” implicaba atributos morales y casi religiosos, era un asunto de honor.
Se daba la palabra en garantía, no un Rolex con incrustaciones, no una casa de dos pisos, no un carro cero kilómetros. No. La persona daba su palabra y con eso bastaba, porque cumplirle al otro y a sí mismo se daba por descontado.
Pero hoy, ahora, en este instante, ¿de qué sirve la palabra de alguien? ¿Qué significa que poco a poco la sociedad se haya ido llenando de personas sin palabra o, peor aún, de gente a la que no le inquieta que este cambio haya ocurrido?
Se suman décadas y décadas de ofrecimientos políticos que jamás se concretan, de una clerecía que igual condena o absuelve a pesar de sus desatinos y de su decadencia, de mercaderes que han abusado del costo de oportunidad, de seres inescrupulosos con “discursos” oportunistas, de egos tan recrecidos que acaban con el otro con tal de aumentarlos un poco más, de maleantes vestidos de etiqueta y de vidas que se consumen sin que absolutamente nadie repare en ellas. Décadas y décadas de incubación, de desconsuelo, de anemia moral. En fin, décadas enteras de desnutrición de los valores, de gestar y gestar a gente sin palabra.
¿Y esto a alguien realmente le importa?