De modo general, dentro de las sociedades democráticas, el voto es el acto mediante el cual el individuo expresa su preferencia política frente a una propuesta o un candidato. Así, el voto constituye, en estas sociedades, un método de toma de decisiones colectivas que determina una porción de su futuro político, con implicaciones o consecuencias que trascienden tal lapso de tiempo y afecta, más o menos por igual, a quienes participan y a aquellos quienes no en determinada toma de decisión. De allí la importancia de la responsabilidad del voto al que alude el intitulado de hoy.
Desde la física relativista, el evento presente separa, para cada observador en particular, el pasado causal de su futuro causal. Extrapolando esta máxima al ejercicio político, el voto separa el pasado causal del futuro causal de una misma sociedad. Lo que ocurre en el futuro causal es consecuencia de un evento del espacio-tiempo que ocurre en lo que conocemos como presente. Nada de esto, estoy seguro, es novedoso para muchos. Dirán, con sobrada razón, que toda acción genera una consecuencia, sea esta o no una reacción en los términos de la tercera ley de Newton; aunque algunos le desestimarán un su praxis diaria. No obstante, no podemos olvidar que hay quienes niegan la existencia del futuro al abrazar la filosofía del nunca tiempo o eterno presente, y otros que ni siquiera están cerca de su comprensión.
Volviendo al punto de partida, es importante abordar el tema de la responsabilidad. Dado que la existencia del hombre no es eterna, que su expectativa de vida (en promedio) no supera los setenta años y que el ejercicio de su capacidad para expresarse a través del voto usualmente se inicia algunos años después de adquirida tal capacidad; tal responsabilidad es de la mayor relevancia. En promedio un individuo tiene la oportunidad de expresarse en procesos electorales presidenciales, como máximo, unas diez veces a lo largo de su vida, dependiendo de la duración de cada período o mandato presidencial. No obstante, es común que él no tome sus primeras oportunidades; lo cual nos acerca a un escenario en el cual podría concluirse que el votante promedio, al menos en las sociedades europeas y americanas, es maduro, hecho este que se ve reforzado por la inversión de la pirámide poblacional en algunas de estas sociedades. Sin embargo, las decisiones que adoptan parecieran tener mayores implicaciones para las generaciones que les sucederán que para sí mismas.
El futuro causal que se construye a través del evento presente del resultado electoral producto del voto, dada la expectativa relativa de vida de cada uno de los observadores al momento de definir tal construcción, tiene mayor alcance temporal sobre las poblaciones más jóvenes, hayan alcanzado o no estas la capacidad para expresarse mediante el voto, lo hayan ejercido o no. Visto de este modo, surge el dilema moral de cómo debería concebirse, entonces, la responsabilidad del individuo frente al voto. La concepción kantiana que entiende la responsabilidad como la virtud de concebir libre y conscientemente los máximos actos universalizables de nuestra conducta que pareciera imperar hoy; en opinión de quien escribe, debería superarse atendiendo la sentencia de Jean- Paul Sartre: “Nada puede ser bueno para nosotros, si no lo es para todos”. Ejemplos al norte y al sur de este hemisferio sobran para dar testimonio de lo anterior.
Sin importar nuestra orientación política, como individuos debemos estar compelidos por el bienestar de las generaciones de relevo. Orden y progreso no lo es todo, la experiencia venezolana lo ha demostrado; como seguramente no lo será “América para las americanos” en los Estados Unidos. Asumamos el voto con sentido de responsabilidad por el otro también, sin caer en tentaciones populistas.