Siempre que se acercan las fechas carnestolendas recuerdo una de mis anécdotas familiares preferidas: Allá por los años cincuenta, los Carnavales eran motivo de gran celebración en Caracas, incluso entre las numerosas colonias inmigrantes que habían buscado refugio luego de la Segunda Guerra Mundial. A una de estas fiestas de Sábado de Carnaval en un club social de inmigrantes en Chacao asistió mi abuelo, hombre serio y discreto, mientras que mi abuela, de una personalidad totalmente opuesta, dijo que lamentablemente se quedaría en casa por no sentirse bien. Al salir su esposo, mi abuela junto con otras dos amigas (una de las cuales resultaría ser, casualmente, mi otra abuela), se disfrazaron de negritas, el disfraz más popular de la época, y salieron muy contentas al mismo jolgorio. Una vez allí, bailaron por unas horas, en el mismo recinto en el que su esposo y sus amigos hablaban de política y filosofía, sin que nadie las reconociera. Incluso lo intentó sacar a bailar, pero él, muy serio, dijo que no estaba interesado. Cuenta la leyenda que mi abuelo falleció sin jamás haberse enterado de que su esposa, en lugar de estar en casa cuidada por sus amigas incondicionales, había regresado unos minutos antes que él a retirarse el betún de la cara y a esconder el resto del disfraz donde él jamás lo encontrara.
La festividad de Carnaval (o “fiesta de la carne”) precede a la Cuaresma católica y es una especie de catarsis en que la sociedad de los países de tradición católica da rienda suelta a los excesos antes de entrar en las celebraciones de Semana Santa. El Carnaval en sí data de hace unos 5000 años con celebraciones similares en Sumeria y Egipto, de donde pasó al Imperio Romano, extendiéndose por toda Europa y, de allí, a América.
En Venezuela, la tradición de Carnaval llegó en la época de la Conquista, cuando se tenía la costumbre de jugar con agua, azulillo y huevos. Es bajo el mandato de Guzmán Blanco cuando se comienza a celebrar de manera más elegante en Caracas, con carrozas, concursos y comparsas. En los tiempos de Pérez Jiménez, se celebraban espectaculares fiestas, como la de nuestra historia, en clubes, calles y hoteles, apareciendo los famosos disfraces de negritas. Actualmente, es el interior del país donde se realizan las celebraciones más vistosas, siendo las más famosas las de Carúpano, Barquisimento, Mérida y, especialmente, El Callao.
Los Carnavales de El Callao, en el Estado Bolívar, datan de hace más de cien años. El pueblo fue fundado en 1863 a orillas del río Yuruarí. Los yacimientos de oro que allí se encontraron atrajeron a inmigrantes de toda Venezuela y el mundo, creando una mezcla cultural única entre los venezolanos, anglosajones, franceses, rusos, hindúes y trinitarios. El ingrediente principal de estos Carnavales es el calipso guayanés, que se originó con la llegada de los inmigrantes trinitarios, quienes mezclaron su inglés con nuestro idioma, originando el patois local, para cantar en voz de protesta contra el gobierno, que no los dejaba ejercer la minería. Los instrumentos principales de este género musical son el bumbac, el rallo, la campana y el cuatro.
Con el tiempo, estas tradiciones han estado a punto de desaparecer, especialmente en Caracas, que se convierte en una ciudad fantasma ante el deseo de sus habitantes de dirigirse al interior a disfrutar de unos días de playa y descanso o de las celebraciones en otras ciudades y pueblos, huyendo de la vida agitada de la capital. En los últimos años, en un intento de rescatar la tradición se han realizado desfiles de carrozas, elecciones de reinas y otros eventos, especialmente dirigidos a niños, que agradecen aquellos que no tienen la oportunidad de salir de la ciudad.