Hay espacios que convocan, lugares de encuentro que trascienden la necesidad misma de su existencia y que suelen pasar desapercibidos ante nuestra memoria citadina.
Desde que los ciudadanos se reúnen para intercambiar ideas, mercancías y servicios, el mercado, sin necesidad de amalgamas ni techos, como un templo en el que la humanidad da muestra material y espiritual de sí, deja al desnudo el carácter y la riqueza que posee la gente de un pueblo y una nación.
En cada mercado de Venezuela se ganan corazones a fuerza de buen servicio (amable y respetuoso con algún que otro piropo), de confianza (pues nunca se sabe cuándo será necesario un “fiao”) y generosidad (“la ñapa” que se da con alguna guanábana a punto de pasarse para el jugo de la tarde o unos aguacates magullaos para la gusacaca. No importa qué, el venezolano ducho en su negocio buscará que su comprador se sienta halagado y satisfecho.
Mercado principal de Mérida, 2004, Archivo CIEV, MRD
Estos espacios han mantenido a pesar del tiempo, la calidez y la memoria que ningún supermercado puede ofrecer; la posibilidad de escoger quién le venderá los cambures, quién tiene el precio más bajo, el pescado más fresco o quién es el vendedor más “pana”. Este recinto tiene la magia del trato personal y la complicidad semanal, deja los fríos estantes simétricamente ordenados para dar paso a enrevesados corredores donde se abre una explosión de colores, aromas y emociones que ajíes, pimentones, tomates, maíz, café, flores, piñas y demás expresiones de esta tierra, desparraman en guacales, garfios, anaqueles y sacos.
En nuestros mercados se pueden hallar puestos dedicados especialmente al expendio de ciertos rubros: cambures y plátanos (topocho, titiaro, guineo, manzano, verde, pintón o el comprador puede sencillamente pedir que estén buenos para bola ‘e plátano o hacer tostones). Ocultos andan siempre los “yerbateros”, que en dos metros cuadrados poseen todas las curas ancestrales que estas tierras pueden ofrecer, y si no conoce de hierbas, no importa, con solo mencionar el mal del que adolece será recetado y asesorado sin cargos. En el huequito de las especias siempre están los sacos arremangados de café, caraotas, arvejas y arroz, además de los ramos de canela y los tarros de especias. Y así, el maíz recién molido para una preparación tradicional, el puesto del maestro charcutero con su última creación (un chorizo o una morcilla exquisita) y un poco más allá la gallina viva beneficiada al momento.
Mercado de Tucupita, s/f. Archivo CIEV, MRD
No falta por supuesto el producto especial que caracteriza a cada mercado. Todo turista que se precie, al pasar por Mérida por ejemplo, debe hacer su cola y probar una Vitamina y visitar al puesto de los muñecos donde encontrará a su dueña tejiendo; en Margarita, en Conejeros, comerse una empanada de mariscos con ingredientes como “el Ricky Martin”, “el juanga” o “la tripa ‘e perla”; el aguacate y el chorizo en Carúpano; en Caracas, el chichero del mercado de Chacao, las arepas y merengadas de Catia y así por todo el país. Pero al final, lo más contundente del mercado es su gente**,** dispuesta a recibir y consentir a los visitantes.
Paseando por ellos se halla su carácter multirracial, con extranjeros que ya son partes de nuestra geografía humana: abundancia de árabes en el área de la ropa, portugueses, españoles e italianos en el área de la carnicería y charcutería y chinos para cualquier otra cosa que esté buscando. En algunos casos, el desarrollo arquitectónico que alcanzan, da a entender la importancia del recinto para el entorno inmediato. Recientemente han surgido otras opciones para conseguirse con una parte del mercado, “los gochos”, que visitan las comunidades de la capital cual gitanos con sus camiones itinerantes de legumbres, hortalizas, frutas, quesos y demás productos andinos.
Los mercados de nuestro país son una referencia obligatoria para todo aquel que desea conocer a profundidad lo oculto de su gente, sin maquillaje ni vendas. Hay picardía en cada uno de ellos, desde la “ñapa” a la rebaja, el remate y el precio viejo, el piropo exacto, la empatía pródiga, el caos propio del fragor de las gentes que vienen de lejos enrumbadas antes del alba. Todo estos son gestos que se han mantenido desde la Plaza Mayor (actual Plaza Bolívar), donde se podía comprar desde un pollo hasta un esclavo, presenciar una ejecución o tomarse un café mientras vendedores y compradores se inspiraban al debate sobre el tema en boga. El mercado sigue mostrando quienes somos desde las entrañas de nuestras costumbres, lugar atemporal que el venezolano se ha empeñado, sin proponérselo, en mantener a pesar de las comodidades del supermercado, un sitio para ser tal cual, desplegar nuestras cualidades y hallarnos en el otro.