Parece que por una de esas maravillas de la publicidad nos han hecho creer que podemos comprar la dignidad y aplicarla a casi cualquier cosa como el diablito, que viene en pequeños potes, como las especias o los perfumes, o que es algo parecido a una pintura lavable para las viviendas. Los más simples o engreídos tienen la fervorosa idea de que la dignidad se consigue con un inodoro más cómodo.
F Bellermann, Vivienda del artista, Cumaná, 1842-1845
Así la dignidad se ha ido convirtiendo en un asunto de moda, y como moda se desgatará y pasará para ser olvidada. Estamos convencidos hoy de que es apropiado que usemos algo de dignidad porque nos va bien con esa cartera, con esa corbata, y otras veces es mucho más conveniente dejarla en el último cajón de la mesa de noche; esto para conveniencia de algunos, y padecimiento de todos.
La dignidad (Dignitas) comenzó siendo “un algo” que se otorgaba, un título, una designación, estaba asociada a las jerarquías (el Rey y la Iglesia) y correspondía a “ser merecedor de algo”, es por esto que, por ejemplo para suscribirnos a la categoría que nos ocupa, en Venezuela encontramos en las Actas del Cabildo Eclesiástico de Caracas como en 1726 la dignidad era igual a ser canónigo, y estas “dignidades” no podían ser ocupadas por cualquiera, ejemplo de esto fue el notario venezolano que fue rechazado entre
las dignidades. Triste pero cierto, la dignidad nació atada a un título, es decir, es necesario “hacer algo” para merecer, “por medio de un cargo”, la dignidad de otro modo no se posee, no se alcanza, no se tiene, y esta “dignidad” una vez alcanzada es tan valiosa que incluso en un tribunal el canónigo no la pierde, ni esta resultaría agraviada.
Con la época republicana este acaparamiento de la dignidad va a cambiar, no sólo por la época republicana en sí, sino porque en todo el mundo comenzó a variar eso que se llamaba dignidad y se transformó en lo que finalmente llegó a nosotros. Así pasará a ser un concepto más complejo. Juan Germán Roscio considera la dignidad desde la descendencia divina del hombre: si todos somos hechos a imagen y semejanza de Dios, pues todos somos iguales, con las mismas facultades.
Ahora bien, una vez que Dios dejó de importarnos y que la iglesia pasó a la habitación de las abuelitas, pues nos convencimos de que… “algunos son más iguales que otros” como dice el refrán; pero cuidado, no tan rápido, es que entonces la dignidad va a mover su fundamento de la Iglesia a la humanidad, y establece “la igualdad” entre seres humanos sea cual sea su condición, no obstante, está igualdad también sufrió los estragos de una publicidad engañosa, o de unos lectores descuidados.
Cuando decimos que los seres humanos son iguales es porque tenemos la misma naturaleza, no obstante, esa igualdad no nos hace ni parecidos, ni idénticos, y allí es donde el asunto comienza a volverse engorroso.
Es precisamente en el hecho de que no somos parecidos y somos individuos diferentes tenemos consciencia de nuestra individualidad y en tanto únicos somos capaces de reconocer nuestro propio valor, lo que nos hace merecedores de respeto.
Esa propia valoración y respeto es lo que constituye una parte esencial de la dignidad (merecedores de) el individuo ejerce la dignidad a través del respeto.
Usted se preguntará, ¿entonces no somos todos iguales?, ¿Dónde queda la humanidad? ¿Merecedor de qué? Aclaremos, somos iguales ante la ley, ante el Estado, y somos iguales porque somos seres humanos y solo por eso somos merecedores de respeto, es decir, si conscientemente me reconozco como un ser único y merecedor de respeto también debo reconocer el mismo merecimiento en los demás. Porque los demás son
tan únicos como yo.
Francisco Edmundo “Gordo” Pèrez, El Nacional, 1950-1959, 70 años de fotoperiodismo en Venezuela, Caracas, Junio, 2011
Pero, ¿qué cosa es el respeto? Consiste en considerarnos a nosotros mismos y a los otros, la consideración implica un acto de atención expresa a lo que se dirige, para evitar así cualquier acto que pueda desvalorizar aquello que es digno de ese respeto, un individuo que se respeta a sí mismo, como se considera irremplazable, evita cualquier cosa que lo rebaje, no tiene precio, no es tasable y se comporta dentro del marco de lo que él considera invaluable.
Aunque la dignidad es propia del ser humano, no todo el mundo sabe que la tiene y por eso no la ejerce, no la porta, no la vive. Ese concepto de la dignidad se forma con el ser humano, con la persona, a medida que este adquiere una valoración de sí mismo, esta valoración se realiza en la consciencia e implica autoconocimiento de su identidad.
La dignidad no la venden en el supermercado, pero puede perderse en uno; no es aplicable a los objetos, pues estos no tienen consciencia de sí mismos para poseerla. Aplicar dignidad a un objeto es disminuirnos a nosotros como seres humanos.