Jerarquía, respeto, poder, fuerza y miedo se cuentan entre los elementos que cimientan la subordinación, esa relación donde alguien es sujeto de dependencia de otro. Tal relación suele verse como expresión de orden y de disciplina y, de hecho, marca las relaciones humanas desde la familia, en la escuela, en el trabajo, en los gremios, en los cuerpos de seguridad. Se crean líneas de mando, organigramas y escalas de ascenso, porque en esas relaciones el subordinado va desarrollando habilidades para escalar posiciones y, eventualmente, colocarse en un eslabón más arriba de la cadena.
El orden jurídico no es más que una expresión de estas líneas, ya que implica que el ciudadano se subordina a unas normas o a un ordenamiento, porque forma parte de una sociedad funcional y que, como tal, tiene figuras de mando y figuras que –con el resguardo de sus derechos- obedecen.
Pero algunas de estas relaciones de subordinación pueden pervertirse de manera peligrosa hasta llegar a convertirse en vínculos de dependencia o de dominación por parte de quien detenta el poder, ya sea una autoridad o un individuo cualquiera que, en una circunstancia particular, ejerce el control sobre una o varias personas.
Donald Winnicott elaboró una teoría acerca del desarrollo en el ser humano de su capacidad para estar a solas, un hito en el camino a la madurez, el paso de la dependencia a la independencia. En ese transitar el individuo recopila experiencias varias, se fortalece, gana autoestima y confianza, elementos que lo ayudan en el proceso.
Las sociedades, como los individuos, también tienen su proceso de evolución y para quien ejerce el poder es muy tentador torcer esa línea de maduración con el fin único de granjearse una masa importante de “seguidores”.
La Linterna Mágica, 1900
Los individuos de esta masa pueden convencerse de que no hay algo más allá de quien ejerce el poder que les permita cambiar su condición e, incluso, llegan a creer que su accionar particular es incapaz de incidir en la situación, por lo que desarrollan altos niveles de compromiso en actividades que les son impuestas como subordinados y que jamás les darán independencia, reafirmando el poder de quien los somete.
Así, por ejemplo, las subvenciones estatales a grandes grupos sociales, manejadas con fines políticos en un contexto de desarticulación de un sistema educativo que fomente el pensamiento crítico y de desmantelamiento de un sistema económico que garantice fuentes de ingresos distintas de las que el Estado provee, terminan por intensificar –paradoja política- uno de los problemas más combatidos en los discursos de los cuadros populistas del poder: pobreza y dependencia.
El problema no son las “ayudas” sino los criterios que las determinan como, por ejemplo, mantener a un grupo humano bajo control. Aplicadas así, estas asistencias solamente crean coyunturas aparentemente favorables para quienes las reciben mientras horadan aún más el terreno, dificultando las soluciones de fondo.
Esta forma de subordinación lejos de reflejar el orden jurídico de una sociedad funcional retrata una de las formas más crueles de dominación moderna que se esconde muy bien bajo el manto de la institucionalidad.